En el bosque



Aún no sé cómo no enloquecí después de pasar por aquella situación. Aunque el recuerdo de aquella horrible jornada de caza me produce un hondo desasosiego, puede narrar con lujo de detalles lo que me pasó, pues aunque fue una experiencia terriblemente aterradora, no afectó ninguna de mis facultades ni mi agudo poder de observación. 
Fui a estrenar mi nueva escopeta. Estacioné la camioneta a un lado de un camino que corta un extenso bosque. La tarde estaba radiante. Entré al bosque sigilosamente, evitando pisar sobre ramas caídas. Las hojas del suelo estaban húmedas porque había llovido el día anterior, condición favorable para quien no quiere delatar su presencia. En algunas partes los pájaros saltaban de rama en rama, llenando de trinos y de vuelos repentinos al bosque. Maté 



algunos para entrar en calor, además alertaban a la palomas. Una enorme víbora pasó zigzagueando delante de mí; me detuve bruscamente y la observé: no era venenosa. Tomé una rama gruesa y me puse a golpearla con fuerza. Cuando le deshice la cabeza seguí . El reptil quedó retorciéndose pero ya estaba acabado. Atravesé claros luminosos, zonas ensombrecidas y silenciosas, y en un pastizal bastante extenso, donde centenares de pequeños saltamontes se espantaban a mi paso, saltando hacia todos lados, le disparé en vuelo a una perdiz pero sin suerte, y la vi alejarse a los silbidos. La primer paloma se delató con su canto. Después del estampido del arma el pichón cayó chocando con varias ramas hasta que tocó el suelo. No mucho después tenía cuatro más.

Llegué a un pequeño prado que era atravesado por un arroyo cristalino. La orilla estaba salpicada de florcillas de distintos colores que resaltaban entre el verde del pasto. El agua del arroyo, por demás cristalina, se deslizaba sobre un fondo de arena y rocas. Cardúmenes de pequeños peces nadaban cerca de la superficie, cambiando bruscamente el rumbo todos a la vez. La sombra de un árbol inmenso llegaba hasta la orilla. Después de mojarme la cabeza me senté bajo esa sombra a respirar hondo. Lugares así fácilmente inducen al espíritu a entrar en un estado contemplativo. Observé por un rato a una libélula roja que posaba en la punta de una rama, volaba, se suspendía en el aire y volvía a posarse. De pronto escuché un crujido, al voltear vi a un ciervo que iba saliendo del bosque. El animal no me notó. El ciervo sacudió las orejas, miró hacia un extremo del arroyo y, cuando creí que me iba a descubrir, bajó la cabeza y se puso a pastar.
Había ido a cazar palomas, pero no iba a desperdiciar una oportunidad así, aunque los cartuchos que tenía no eran para una presa tan grande. Tomé la escopeta y, con lentos movimientos me acomodé para dispararle. El ciervo saltó hacia arriba tras el fogonazo y se internó en el bosque como una flecha. Me levanté rápidamente y lo seguí. Escuché que se alejaba abriéndose paso entre una maraña de ramas. Observando cuidadosamente el suelo hallé algunas gotas de sangre. “¡Ya es mío!”, pensé.

Empecé a rastrearlo con paciencia. Divisaba alguna pisada, unas manchas rojas en las ramas, y seguía tras mi presa, suponiendo que en cualquier momento la iba a hallar muerta.
En una parte que el terreno ascendía, me di cuenta de lo mucho que había bajado el sol, y que me había desviado mucho. Lo pensé un poco y decidí seguir; no podía estar lejos.
El bosque se saturó de sombras. Los últimos rayos del sol traspasaron la barrera vegetal disminuidos a delgados haces de luz horizontales. A esa altura ya estaba empeñado en obtener aquella pieza. Las sombras terminaron por cubrirlo todo. El bosque enmudeció como si nada viviera allí. Como siempre voy preparado, seguí mi búsqueda a punta de linterna. Cuando terminé de atravesar una enramada asfixiante perdí todo rastro. Busqué en círculo desde la última pista que vi pero fue inútil: lo había perdido. Ya resignado, consulté la brújula y calculé dónde se encontraba el camino.
Sabía que esa noche no iba a salir la luna, pero no esperaba que estuviera tan oscuro. Mirando hacia arriba en un pequeño claro, me di cuenta que estaba nublado. Seguía avanzando cuando súbitamente la linterna se apagó, y de pronto escuché pasos que corrían hacia mí. Sonaban como si fueran los pasos de un niño o alguien muy pequeño. Intenté alejarme de su camino pero los pasos me siguieron, para después detenerse a mi lado. Me aparté, apuné la linterna apretando fuerte su botón, y ésta volvió a encenderse, y a mi lado no había nada.
Enfoqué la luz hacia todos lados, revisé detrás de algunos troncos, nada. Pero cuando volví a marchar, los pasos sonaron detrás de mí. Me volví rápidamente mas no vi nada.

En un instante, toda mi experiencia en el bosque, mi escepticismo y mi valentía se disolvieron en el terror, en un terror atroz que me produjo un desagradable escalofrío que subió lentamente por mi espalda. Y en ese momento escuché una risita burlona, chillona y aguda. Y la risa horripilante se desplazaba entre los árboles como si la cosa que la emitía estuviera volando en círculo, rodeándome.
Disparé hacia un lugar cualquiera y salí corriendo. La risa, vuelta carcajada estridente, me iba siguiendo de cerca. En mi alocada huída esquivé árboles y salté por encima de raíces y troncos caídos, impulsado por el terror, por el golpe de energía que lo acompaña; mas la carcajada no dejaba de seguirme. Nadie puede imaginarse lo que se siente en una situación así. Las ramas me azotaban, tropecé varias veces pero sin caer. Grité como un loco pidiendo auxilio, y a lo que me seguía pareció divertirle, y la carcajada sonaba más burlona, y resonaba en todos lados como si fuera el bosque mismo el que me atormentaba.

De repente salí en un lugar despejado y distinguí que era el camino. Desplacé el haz de luz de la linterna y vi mi camioneta, pero en ese instante, lo que me seguía se subió a mi espalda, se aferró a mí mientras lanzaba carcajadas, y gritando como un loco giré para sacármelo de encima, y aquella cosa no me soltaba, y se aferraba a mí con fuerza, y su risotada sonaba cerca de mi oreja. No sé cuánto duró aquello, debo haberme desmayado de terror. Recuerdo que después de despertarme me arrastré hasta la camioneta y que luego conduje como un demente hasta mi hogar; por milagro no tuve un accidente.
Si bien sé que aquella experiencia no me dejó secuelas, siento que el recuerdo está metido en mi cabeza, no como otros recuerdos, sino como algo que se incrustó en él, como una espina. Está ahí, lo siento ahora, es el terror que sentí, es casi sólido. A veces lo siento moverse, tal vez con la intención de llegar a otras partes de mi cerebro. ¡Pero no lo voy a dejar! Ni voy a dejar que se expanda, no señor, lo voy a sacar de mi mente, sí, lo haré; pero, ¿cómo?… ¡Ah!, ya sé, la escopeta… 

0 Deja Tu Comentario: